(Leonardo Boff) - En el desamparo en que se encuentra la humanidad actual se hace urgente rescatar el sentido libertador de la utopía. En verdad, vivimos en el ojo de una crisis de civilización de proporciones planetarias. Toda crisis ofrece oportunidades de transformación y riesgos de fracaso. En la crisis, se mezclan miedo y esperanza, especialmente ahora que estamos ya dentro del proceso de calentamiento planetario. Necesitamos esperanza, la cual se expresa en el lenguaje de las utopías. Éstas, por su naturaleza, nunca van a realizarse totalmente, pero nos mantienen caminando. Bien dijo el irlandés Oscar Wilde: «Un mapa del mundo que no incluya la utopía no es digno de ser observado, pues ignora el único territorio en el que la humanidad siempre atraca, partiendo enseguida hacia otra tierra aún mejor». En Brasil, el poeta Mário Quintana observó acertadamente: «Si las cosas son inalcanzables… ¡oye! / No es motivo para no quererlas / ¡Qué tristes los caminos si no fuera / la mágica presencia de las estrellas!».
La utopía no se opone a la realidad, mas bien pertenece a ella, porque ésta no está hecha solamente de aquello que es, sino de lo que todavía es potencial y que un día puede ser. La utopía nace de este trasfondo de virtualidades presentes en la historia y en cada persona. El filósofo Ernst Bloch acuñó la expresión principio-esperanza. Por principio-esperanza, que es más que la virtud de la esperanza, él entiende el inagotable potencial de la existencia humana y de la historia, que permite decir no a cualquier realidad concreta, a las limitaciones espacio-temporales, a los modelos políticos y a las barreras que cercenan el vivir, el saber, el querer y el amar.
El ser humano dice no porque primero dijo sí: sí a la vida, al sentido, a los sueños y a la plenitud ansiada. Aunque de manera realista no entrevea la plenitud total en el horizonte de las concretizaciones históricas, no por eso deja de anhelarla con una esperanza que jamás se apaga. Job, casi a las puertas de la muerte, podía gritar a Dios: «aunque me mates, aún así espero en Ti». El paraíso terrenal narrado en Génesis 2-3 es un texto de esperanza. No se trata del relato de un pasado perdido que añoramos, es más bien una promesa, una esperanza de futuro hacia cuyo encuentro caminamos. Como comentaba Bloch: «el verdadero Génesis no está al principio sino al final». Sólo al término del proceso evolutivo serán verdaderas las palabras de las Escrituras: «Y vio Dios que todo era bueno». Mientras evolucionamos no todo es bueno, sólo es perfectible.
Lo esencial del Cristianismo no reside en afirmar la encarnación de Dios -otras religiones también lo hicieron-, sino en afirmar que la utopía (aquello que no tiene lugar) se volvió eutopía (un lugar bueno). Hubo alguien en cuya muerte no sólo fue vencida la muerte, lo que todavía sería todavía poco, sino en quien irrumpieron interior y exteriormente todas las virtualidades escondidas en el ser humano. Jesús es el «novísimo Adán», en expresión de san Pablo, el homo absconditus ahora revelado. Pero él es sólo el primero entre muchos hermanos y hermanas; nosotros le seguiremos, completa san Pablo.
Anunciar tal esperanza en el actual contexto sombrío del mundo no es irrelevante. Transforma la eventual tragedia de la Tierra y de la Humanidad, debida a amenazas sociales y ecológicas, en una crisis purificadora. Vamos a hacer una travesía peligrosa, pero la vida estará garantizada y el Planeta todavía se regenerará.
Los grupos portadores de sentido, las religiones y las Iglesias cristianas deben proclamar desde lo alto de los tejados semejante esperanza. La hierba no creció sobre la sepultura de Jesús. A partir de la crisis del viernes de la crucifixión, la vida triunfó. Por eso la tragedia no puede tener la última palabra. La tiene la vida, en su esplendor solar.
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