Por Oscar Taffetani
(APe).- La corporación Baosteel de Shangai fue una de las primeras en interesarse en el reciclado de la chatarra de las Torres Gemelas.
Todavía humeaban en el Ground Zero los restos de esos dos grandes edificios neoyorquinos; todavía los bomberos y brigadistas buceaban entre los escombros buscando cadáveres; todavía los familiares de las víctimas dejaban correr sus desoladas lágrimas hacia el Hudson, cuando febriles e-mails ofertaban y contraofertaban en la puja por quedarse con los metales chamuscados y retorcidos que había dejado el 11-S.
Finalmente, los empresarios cerraron trato, a unos 150 dólares la tonelada. Un primer barco con restos de las Torres Gemelas llegó a la India en enero de 2002. Lo esperaban miles de obreros recicladores, listos para clasificar el material y enviarlo a las trituradoras y hornos de fundición. Otro barco, pocos días después, llegó a China, donde también lo esperaban miles de obreros recicladores. Y así hasta dar cuenta de las 300 mil toneladas de chatarra generadas por el atentado.
Luego, aquel metal oscuro, vuelto a relucir, ya convertido en cucharitas, en ollas y sartenes, volvió al Nuevo Mundo (incluso a la ciudad de Nueva York) para satisfacción de millones de ciudadanos con sus impuestos al día, admirados de la calidad y buen precio de los productos chinos.
He allí una muestra de la economía globalizada. Todo es reciclable y comercializable, y no hay poder sobre la tierra -ni dolor humano- que pueda imponer otras reglas.
Historia de un oficio
Cuando el brigadier Cacciatore, intendente de facto de la Reina del Plata, prohibió la incineración de residuos y eliminó los basurales a cielo abierto, a principios de los ‘80, tenía previsto reemplazar el viejo sistema por una empresa estatal faraónica (como todo lo que hacía) llamada CEAMSE.
Al funcionamiento -o disfuncionamiento- del CEAMSE se le debe una nueva atracción turística porteña: la Reserva Ecológica. También, la aparición de nuevas pampas de relleno sanitario en el Conurbano. Y se le debe, fundamentalmente, la aparición de los cartoneros, obreros del reciclaje que juntan, clasifican y trasladan hacia los mayoristas y los refundidores una parte de la basura que a diario produce la ciudad.
Así, el popular ciruja, tan bien retratado en tangos y aguafuertes del siglo pasado, devino cartonero, ya que el grueso del material que levanta de calles y veredas es cartón, seguido de papel, latas y PET (un plástico recuperable, utilizado en envases de bebidas y alimentos).
Pero, además, fruto de las necesidades de los super y los hipermercados y de los nuevos sistemas de logística, la producción de envases reciclables ha ido aumentando en proporción geométrica y la cantidad de basura generada ya se ha vuelto incalculable.
En las décadas siguientes, la pauperización y lanzamiento a la intemperie de decenas de miles de habitantes de la Capital y el Conurbano (un genocidio que no ha merecido hasta ahora la atención judicial) creó una nueva clase de trabajadores informales, los cartoneros, quienes complementan la recolección sistemática de la basura, que está por lo general a cargo de concesionarios.
Pronto, con esa admirable dignidad que saca a relucir nuestro pueblo en los momentos más difíciles, los cartoneros se organizaron en cooperativas y en pequeñas empresas familiares.
Ataque de madrugada
El Gobierno porteño, atento a la nueva realidad (y al “que se vayan todos” que todavía flotaba en el aire) creó un marco legal -la ley 992 del 21 de enero de 2003- para que el trabajo de los recicladores urbanos (así los llamó) se pudiera desarrollar en condiciones de seguridad y salubridad.
Había cambiado, en los últimos tiempos, el paisaje de Buenos Aires, y aquellos humildes obreros del reciclaje, en lugar del uniforme de una empresa privada de recolección de residuos, lucían otro “uniforme”: el de la pobreza. Pero además (y esto era lo que molestaba a ciertos empresarios-basura), osaban quedarse con una parte del valor de esa valiosa mercancía arrojada cada tarde a las veredas por la ciudad opulenta.
Entonces, a fines de 2007, una combinación de movimientos empresarios y dirigenciales (el levantamiento del Tren Blanco que conducía a los obreros y su carga desde la Capital al Conurbano; la contratación de camiones con un plan encubierto de erradicación; el desalojo compulsivo de los campamentos de cartoneros, etcétera) marcó el inicio de una extraña guerra, una guerra declarada por el nuevo Gobierno porteño a ese “enemigo” que había incurrido en el desaguisado de querer vivir, de querer seguir respirando y alimentando a sus hijos, de mantener una obstinada honradez y una obstinada dignidad.
Las excusas empresarias y dirigenciales fueron cínicas, semejantes a las de los nazis antes de comenzar su faena: “El Tren Blanco se puede convertir en un Cromañón rodante”, dijo uno. “Esas familias acampadas son un riesgo para ellas mismas; los chicos no tienen seguridad”.
Luego del discurso, acompañado y amplificado por algunos medios, vino la acción: desalojos de madrugada, secuestro y destrucción de las “pertenencias” de los cartoneros (hasta paquetes de pañales cargaron en camiones compactadores), bastonazos, golpes a los que se resisten, detención de los más rebeldes.
Algunos vecinos del barrio de Belgrano que comprendieron la justa demanda de los cartoneros, les acercaron alimentos, vituallas y su presencia solidaria al campamento. Fueron pocos, a decir verdad, pero demostraron que el país tiene reservas morales no sólo “al otro lado de la General Paz”.
Mientras tanto, los concesionarios de los trenes urbanos se reúnen con los concesionarios de la basura urbana y con los concesionarios del Gobierno nacional y municipal (de algún modo hay que llamarlos). En esas reuniones secretas se habla de grandes temas, como el precio de la basura en sus distintas etapas, el costo de los camiones destinados a los cartoneros, el costo de las campañas de prensa y el futuro del pingüe negocio, en el mediano y largo plazo.
No importa cuánta sangre humana se haya vertido -y se vaya a vertir- en esta guerra. Podrán olvidarse héroes y fechas patrias, versos inmortales y de los otros. Pero lo que no puede olvidarse es el culto, el sagrado culto, al dios de la mercancía y la ganancia.
Es el dios que los protege en su guerra, en su implacable guerra contra los cartoneros.
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