Por Silvia Almazán, Secretaria de Educación y Cultura, SUTEBA.
Nuestras prácticas no son neutrales, por eso tienen que ser reflexionadas políticamente. Como maestros y como profesores tenemos que revisar desde qué concepciones trabajamos en el aula. ¿Seguimos tomando el 12 de octubre reproduciendo el discurso dominante del “descubrimiento” o lo trabajamos como el último día de libertad de los pueblos originarios de América?. ¿Seguiremos hablando de la “conquista del desierto” o le pondremos el nombre de Genocidio a esa etapa nefasta de lo que debía haber sido de constitución de una Nación a partir del reconocimiento de la diversidad y de los verdaderos dueños de estas tierras?.
Este año hemos estado recordando los treinta años del último genocidio que hemos tenido como Nación, y es importante que vayamos marcando los genocidios que lo antecedieron y cómo esos genocidios estuvieron relacionados con una matriz cultural e ideológica de dominación y de subordinación de gran parte de los pueblos de América. Hablar de los pueblos originarios en las escuelas de manera folclórica o pensarlos en el pasado -“eran”, “tenían”, “hacían”- es algo que tenemos que interpelar. Necesitamos conocer cómo eran, qué conocían, qué sabían, pero en experiencias pedagógicas articuladas con el abordaje de qué conocen, qué piensan, qué producen, cómo se organizan hoy. No podemos mirar las historias de los pueblos sin tomar lo que está sucediendo en América. Lo que pasa en Bolivia con Evo Morales, por ejemplo, se nutre de una lucha de más de 500 años. Esos pueblos ya hace mucho que empezaron a pensar y a organizarse para asumir como propia su historia, su memoria, su patrimonio y sus recursos naturales. Cuando pelearon por el agua y por el gas, no lo estaban haciendo desde una mirada individual, ni desde una cultura consumista que sólo piensa en el placer inmediato: estaban pensando y accionando a partir de un fuerte compromiso del hombre con su mundo; una relación con la Tierra y con sus semejantes encarada de manera diferente, más colectiva, más comunitaria.
Estas concepciones interpelan fuertemente las tradiciones de la escuela. Por eso los docentes tenemos que aprender no sólo la historia de los pueblos originarios, sino también su cosmovisión y asumir que son portadores de conocimiento. Ellos conservan la semilla primigenia de los conocimientos de todos los pueblos. Si aceptamos que estuvieron aquí desde hace más de 40.000 años, significa que tenemos mucho para mirar, para aprender, para pensar. Un país que no puede integrar las diferentes historias, visiones y culturas que lo integran no puede pensarse como un colectivo, como un proyecto común. En este sentido, tenemos como pueblo una deuda. La iremos saldando en la medida que caminemos articulando luchas. Y en la escuela, la iremos superando en la medida que en nuestras prácticas pedagógicas se exprese la historia, la memoria y la cultura de todos los pueblos. De los pueblos de América y de los de todo el mundo. Porque para poder pensar en humanidad, tenemos que humanizarnos, y para poder humanizarnos tenemos que conocer desde dónde partimos.
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